El modelo "Caracol", final

Bolívar, sólo se lanzó contra una única monarquía para fracturar en naciones algunas de sus provincias. Notoria diferencia de escala, que al "emperador" lo arrojó a Santa Elena, y para él feneció en Santa Marta. Y no fue el único. El "modelo", diríase hoy, napoleónico, tuvo gran número de imitadores. Advenedizos, aventureros, también gente de pro, que en la primera de cambio, en cuanto tuvieron a sus órdenes algo parecido al pelotón de Spangler, se creyeron llamados a exaltar su idea de la civilización para, desde luego, encaramarse en lo más alto. En ese terreno, no es descabellado imaginar alguna forma de analogía entre napoleones negros, como Toussaint y Dessalines, y Presentación Campos que, a escala literaria, empuña Las Lanzas Coloradas de Uslar Pietri, en fantástica recreación de esa "pardocracia" fallida por la que Piar es pasado por las armas. Entre nosotros, vale mencionar sobre todo a José María Paz y Pancho Ramírez, como afectados por lo que llamo "el síndrome de Napoleón". Pero si el caldero de la bruja lo pusieron al fuego los franceses desde 1789, los ingleses avivaron las llamas y degustaron el caldo, especialmente en América, cuando, perdidas sus colonias, fogonearon sistemáticamente las rebeliones y alzamientos coloniales contra otras potencias europeas. Otra singularidad de la aventura Bolivariana, es que para derrotar a Napoleón, los ingleses se vieron obligados a poner sobre las armas, circunstancialmente, un número de hombres muy superior a sus necesidades habituales. Caído el corso, los excedentes se convirtieron en una "mano de obra desocupada" inquietante, como fermento social, y porque ya había experiencia del papel jugado por los soldados puestos a media paga por la restauración francesa como actores de los "cien días" rematados en Waterloo. La "city" británica, con el pragmatismo que la caracteriza, montó rápidamente negocios para usufructuar

esa situación, viabilizando el enganche de tropas en Londres -mercenarios, porque por entonces España "angaú" era una aliada-, y aprovechando hasta los excedentes de las guerras napoleónicas para pertrechar, a precio conveniente, a los revolucionarios sudamericanos. Una historia que también llega hasta nosotros, por cierto, con los Parish Robertson vendiéndole armas, municiones y demás a Gaspar Rodríguez de Francia y Juan Bautista Méndez. La nota anterior pecó de siruelesca, por ende aburrida, porque el proceso bolivariano es una historia que en general desconocemos, a la inversa que la sanmartiniana, que quien más, quien menos, maneja siquiera en su versión Billiken. Sintetizando, en el lapso recortado, sobresalen como revolucionarios Miranda y Bolívar, y como contra insurgentes Monteverde y Boves. En un ir y venir, un toma y daca de victorias y derrotas lubricadas con harto derramamiento de sangre por ambos bandos, a fines de 1815 entra en el escenario caribeño el último gran comandante realista, Pablo Morillo, que con una poderosa expedición y varios miles de hombres, pronto a zarpar hacia el Río de la Plata, dada la gravedad de la situación caribeña, es enviado por Fernando VII para sofocar el movimiento revolucionario en las provincias de la Costa Firme. Morillo logra vencer. Toma Cartagena, con distintas acciones triunfa en Nueva Granada y restablece el virreinato. También yugula el avance de Bolívar hacia Caracas, y en 1820 acuerda el Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra, cuyo contenido más trascendente es haber cerrado el siniestro capítulo de la guerra a muerte. Pero sus éxitos esconden un fruto envenenado: no está en condiciones de remontar sus fuerzas. Desde la península no pueden enviarle más hombres ni armas, y sus efectivos descaecen tras cada acción, mientras que el número de revolucionarios se incrementa sin cesar.

Bolívar logra además, crear una Legión Británica, que pese a ser mercenaria y de escaso rendimiento, forjada en la guerra entre almohadones de Europa, poco apta para lidiar con el clima y las privaciones y falencias americanas, de un modo u otro otorga una suerte de reconocimiento internacional a sus campañas. El Tratado con Morillo, de poder a poder, ya implica tácitamente el reconocimiento a la existencia de un nuevo estado. Otro elemento a considerar: En 1816 entra en escena José Antonio Páez, que con sus llaneros batalla para apoderarse de la región central. Páez y sus llaneros, son tan parecidos a nuestras montoneras o a los gaúchos ríograndenses como pudiera imaginarse. A Páez le enseñan los ingleses cómo se usa un tenedor, pero es un espléndido jinete de un valor temerario, al que sus hombres siguen hasta la muerte. Un "caudillo". Vez hubo en que un conato de sublevación termina por su sola presencia, cuando a voz alzada se mete sin más entre las filas, mientras Bolívar y sus edecanes capean prudentemente el temporal refugiándose en un edificio cercano. Cualquier parecido con Facundo es válido. Hay gran semejanza entre los hombres de lanza de todas aquellas culturas ganaderas, que se mueven con lo puesto, comen lo que raye y a la hora de la lucha son capaces de terminar atando sus caballos ¡qué digamos! en la Pirámide de la Plaza de Mayo o algún lugar parecido.

El resto es previsible. En 1819 Bolívar instala el Congreso de Angostura para reorganizar el Estado, en 1820 crea la República de la Gran Colombia. Luego de la firma del Tratado de Armisticio, el tiempo ganado por los revolucionarios ya es el pasado para los españoles, y el 24 de de junio de 1821, la batalla de Carabobo liquida a las tropas realistas en Venezuela. El "Libertador" queda con las manos libres y un ejército vencedor a sus espaldas, presto para ir a sentarse en Guayaquil con todos los ases en la mano. El después es la Historia, que cada generación viene recreándose para que le resulte de provecho, con mayor o menor énfasis puesto en sus héroes paradigmáticos. En ese terreno, no hay mayores incógnitas en la vida y obra de Bolívar. Como dice Lynch, quizás él mismo se ha encargado de que sepamos cuanto vale la pena saber. Lo escribió, lo dijo, y lo remarcó en esos interminables "toasts" (brindis), que evocó Sarmiento en la Academia Francesa. Podrán repintarse algunas de sus conductas más al tono de un héroe, como la entrega de Miranda, fantasear con los tintes del morbo vigente de su lujuriosa historia de alcoba; encortinar de fines altruístas su megalomanía en pos del poder, pero está todo ahí. No hay grandes misterios que develar. San Martín es otra cosa. Su extrema reserva, especialmente de su vida privada, blanco, "target", principal del amarillismo biográfico, historiográfico, periodístico, vigentes, lo exponen indefenso al horror, al vacío de la época, que no tolera la ausencia de sólidos en forma de goce material, sexual, de hedonismo social. Si la vida de Bolívar fue una interminable selfie, San Martín transitó la suya tapándose la cara. Los dos fueron grandes, pero uno se solazó bajo las luces y el otro sólo disfrutó las penumbras. Todo lo que se diga de Bolívar hará relucir lo conocido. Caracol. Según el biógrafo, las pautas para ricos y famosos que hoy rematrizan héroes fabulando escándalos, nos entregarán un San Martín no ya Billíken, sino Corín Tellado, Florencia Canale, García Hamilton, Chumbita...