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Con la corrupción no se come, no se educa, no se cura

La semilla del mal ha permitido que el populismo sea una alternativa real en muchos países.
No hay que olvidar que los cementerios y la historia están llenos de catástrofes desencadenadas por los bien intencionados.
No hay que olvidar que los cementerios y la historia están llenos de catástrofes desencadenadas por los bien intencionados.

Muchos de la actual dirigencia política se niegan a darse cuenta que el binomio impunidad-corrupción ha destruido las bases de la confianza pública en todos los continentes. Ignorando que no se puede condenar a los populismos y, al mismo tiempo, convivir con la lacra de la corrupción, creyendo que esa enfermedad mortal para la democracia se va a solucionar solo con articular nuevas leyes o con declaraciones heroicas.

Sin duda, la corrupción es, en gran parte, la semilla del mal que ha permitido que el populismo sea, ante el fracaso del sistema actual, una alternativa real en muchos países, para muestra sobre un botón, la firma Odebrecht por un acuerdo con la justicia de los Estados Unidos y de Suiza, la firma reconoció haber pagado sobornos por 439 millones de dólares en Argentina, Colombia, República Dominicana, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, Perú y Venezuela.

Los populistas nacen cuando los sistemas se agotan moralmente y se diluyen en sus objetivos nacionales, crecen cuando la frustración y las situaciones que fomentan la vía salvaje de la explosión popular se conjugan como si fueran un caballo desbocado que cabalga directo al precipicio. Que las elecciones no son garantía de democracia es algo que pasan por alto quienes consideran que elecciones y democracia son sinónimos.

Una creencia tan extendida como injusta es que a las democracias liberales las está minando la corrupción, que ésta acabará con aquello que el difunto comunismo no logró: desplomarlas.

¿No se descubren a diario, en las antiguas y en las novísimas, asqueantes casos de gobernantes y funcionarios a quienes el poder político les sirve para hacerse, a velocidades astronáuticas, con fortunas? ¿No son incontables los casos de jueces sobornados, contratos mal habidos, imperios económicos que tienen en sus planillas a militares, policías, ministros, aduaneros?

¿No llega la putrefacción del sistema a grados tales que sólo queda resignarse, aceptar que la sociedad es y será una selva donde las fieras se comerán siempre a los corderos?

Es esta actitud pesimista y cínica, no la extendida corrupción, la que puede efectivamente acabar con las democracias liberales, convirtiéndolas en un cascarón vacío de sustancia y verdad, eso que los marxistas ridiculizaban con el apelativo de democracia "formal". Es una actitud en muchos casos inconsciente, que se traduce en desinterés y apatía hacia la vida pública, escepticismo hacia las instituciones, reticencia a ponerlas a prueba.

Cuando secciones considerables de una sociedad devastada por la inconsecuencia sucumben al catastrofismo y la anomia cívica, el campo queda libre para los lobos y las hienas. Cuanto más crece la percepción de que la política es baladí, menos personas esperan algo bueno de ella. El número de afiliados a los partidos políticos desciende, la participación en las elecciones se hunde, el sentimiento de comunidad se debilita, al igual que el respeto por el trabajo parlamentario.

Van Reybrouck llama a esta enfermedad "síndrome de fatiga democrática", un cansancio colectivo del sistema que se extiende a todo el planeta. La sociedad civil pierde fuerza y el Estado abandona a sus ciudadanos o trabaja en su contra.

No hay una razón fatídica para que esto ocurra. El sistema democrático no garantiza que la deshonestidad y la picardía se evaporen de las relaciones humanas; pero establece unos mecanismos para minimizar sus estropicios, detectar, denunciar y sancionar a quienes se valen de ellas para escalar posiciones o enriquecerse, y, lo más importante de todo, para reformar el sistema de manera que aquellos delitos entrañen cada vez más riesgos para quienes los cometen.

No hay democracia en nuestros días, en que las nuevas generaciones aspiren a servir al Estado, con el entusiasmo con que hasta hace pocos años, los jóvenes idealistas del Tercer Mundo se entregaban a la acción revolucionaria. Esa entrega llevó a las montañas y selvas de casi toda América Latina en los años sesenta y setenta a centenares de muchachos que veían en la revolución socialista un ideal digno de sacrificarle la vida. Estaban equivocados creyendo que el comunismo era preferible a la democracia, desde luego, pero no se les puede negar una conducta coherente.

El desapego a la ley ha nacido en el seno de los Estados de derechos, y consiste en una actitud cívica de desprecio o desdén del orden legal existente y una indiferencia y anomia moral que autoriza al ciudadano a transgredir y burlar la ley cuantas veces puede para beneficiarse con ello, lucrando sobre todo; pero también, muchas veces, simplemente para manifestar su desprecio, incredulidad o burla hacia el orden existente. No son pocos los que, en la era de la civilización entretenida, violan la ley para divertirse, como quien practica un deporte de riesgo.

Una explicación que se da para el desapego a la ley es que a menudo las leyes están mal hechas, dictadas no para favorecer el bien común sino intereses particulares, o concebidas con tanta torpeza que los ciudadanos se ven incitados a esquivarlas. Es obvio que si un gobierno abruma abusivamente de impuestos a los contribuyentes éstos se ven tentados a evadir sus obligaciones tributarias.

Las malas leyes no sólo van en contra de los intereses de los ciudadanos comunes y corrientes; además, desprestigian el sistema legal y fomentan ese desapego a la ley que, como un veneno, corroe el Estado de derecho. Siempre ha habido malos gobiernos y también ha habido leyes disparatadas o injustas.

Pero, en una sociedad democrática, a diferencia de una dictadura hay maneras de denunciar, combatir y corregir esos extravíos a través de los mecanismos de participación del sistema: la libertad de prensa, el derecho de crítica, el periodismo independiente, los partidos de oposición, las elecciones, la movilización de la opinión pública, los tribunales.

Para que ello ocurra es imprescindible que el sistema democrático cuente con la confianza y el sostén de los ciudadanos, que no importa cuántas sean sus fallas, les parezcan siempre perfectible. El desapego a la ley resulta de un desplome de esta confianza, de la sensación que es el sistema mismo el que está podrido y que las malas leyes que produce no son excepciones sino consecuencia inevitable de la corrupción y los tráficos que constituyen su razón de ser. Una de las consecuencias directas de la devaluación de la política por obra de la civilización del espectáculo es el desapego a la ley.

El fracaso de los líderes actuales ha creado una generación mundial de populistas, y pese a que tal vez esos líderes tuvieron buenas intenciones, no hay que olvidar que los cementerios y la historia están llenos de catástrofes desencadenadas por los bien intencionados.

Con la corrupción no se come, no se educa, no se cura.