Día del Maestro

El 11 de septiembre pasado se celebró, en todo el país, el día del Maestro. Siempre recordamos con agradecimiento y cariño a esa maestra que, con afecto y bonhomía entrañable, nos cuidó, nos enseñó, como una madre afectuosa, una maestra que no solamente nos enseñaba el contenido del programa, sino que con su trato tranquilo, amable y generoso, supo ganarse nuestro amor, como una madre verdadera también, con ello se desea homenajear al maestro, por antonomasia, don Domingo Faustino Sarmiento, el cual, en su tiempo, contribuyó a la jerarquización del magisterio y la creación de cientos de establecimientos escolares en todo el país y, al mismo tiempo, el espíritu que debe primar en el Maestro, con mayúscula que, en nuestra niñez y adolescencia, contribuyó a formar nuestra personalidad. Yo quiero recordar mi propia experiencia cuando me inicié como maestro de grado, allá por el año 1940, en el ex Territorio Nacional del Chaco, cuando éste era inhóspito y hostil por la cantidad de alimañas que existía. Los peores eran los polvorines y las víboras ponzoñosas (cascabel y yarará de la cruz) y la falta de caminos: éstos eran todos de tierra o picadas. Fui designado en la Escuela 301 de la Colonia Juan José Paso, en una colonia de inmigrantes extranjeros llegados al país y ubicados directamente en lotes de 50 y 100 hectáreas, recién mensurados y preparados, ex profeso, para entregárselos para la producción del entonces llamado "oro blanco" (algodón). Todos eran matrimonios con hijos, los cuales recibían de entrada un crédito en especie de un negocio muy grande de Villa Ángela llamado "Chaco Importadora", con sucursales en el interior, que poseían grandes galpones para el acopio de algodón y donde yo me hospedé ese primer año. Me sorprendió encontrarme con un importante edificio de tres aulas y vivienda para el director, todo de mampostería, techo de zinc y cielo raso de tejuelas. Fue construido mediante las gestiones del director anterior, un gran docente de apellido Salón que se atrevió a hacer semejante edificio, comenzando con un horno de ladrillos en el mismo predio escolar y la colaboración de vecinos con dinero y mano de obra. De manera que él fue artífice de toda esta obra, la presencia de un eficaz y voluntarioso lenguaraz, llegado al lugar como encargado de la susodicha sucursal del entonces pueblo de Villa Ángela, hoy ciudad importante de la provincia del Chaco con sucursales en el interior y grandes galpones para el acopio de algodón, donde yo me alojé ese primer año. Dicho encargado, con su servicio de traductor, fue muy importante para el entendimiento con los pobladores, todos venidos de Europa, para los cuales era muy importante la educación de sus hijos. Me decía el colega Salón, el director anterior que supo aprovechar esta circunstancia para hacer semejante edificio porque cuando llegó, cuatro años antes, se encontró con un edificio de barro y techo de paja donde vivió y enseñó todo ese tiempo. Cuando llegué era directora, único personal, una señorita, entrada en años, llamada La Cruz Solís. Yo fui su primer colaborador.

CHAQUEÑO EN LA QUE FLORECIÓ LA PEDAGOGÍA DE LA ESPERANZA.
Al año siguiente llegaron dos docentes más, un riojano, Gilfredo Rearte y un santafesino, de Esperanza, René José Copelo. Todos nos hospedamos en la chacra de un matrimonio húngaro llamado Nicolás Ferenzi, muy instruido, con estudios universitarios, del cual aprendí mucho, que huyó de su país por razones políticas. La casa tenía dos habitaciones grandes de barro y techo zinc con piso de tierra, tan bien apisonado y trabajado que parecía de Pórtland. Disponía de dos habitaciones grandes, una de ellas era el dormitorio de los dueños de casa y sus dos pequeños hijos, una tercera estaba en Buenos Aires internada en una escuela de monjas prestando servicio y estudiando magisterio; la otra hacía de cocina-comedor, uno de cuyos rincones ocupábamos nosotros. Los tres maestros dormíamos en camitas construidas de madera y lonjas de cuero, por el dueño de casa, cuando no araba, sembraba o carpía, su chacra. Trabajábamos o hacíamos nuestra tarea escolar en la mesa larga del comedor, donde almorzábamos y cenábamos antes de ponerse el sol, por razones obvias. A veces nos quedábamos varias horas charlando alumbrados por una lamparita a querosén. Todo el día y también en las noches de luna vivíamos acosados por los polvorines, unos insectos negros, pequeñitos que picaban muy fuerte, de los cuales teníamos que protegernos con camisa de mangas largas, bien prendidos en el cuello y las mangas y los pantalones bajo las medias porque, o sino, por allí se metían dichos insectos hasta la verija. En las noches de luna teníamos que protegernos para dormir con mosquitero de lienzo, por más que haga calor. Cuento todo esto para que se comprenda por qué en aquel tiempo era hostil ese territorio. Cuando llegué, me sorprendió encontrarme con semejante establecimiento. Cuando entregué mi nombramiento a la directora, ésta lo primero que me recomendó fue que si saliera de tarde por necesidad, que lo haga con linterna y con mucho cuidado por las víboras ponzoñosas que abundaban en todas partes, ya que en los meses anteriores murieron dos chicos y un adulto porque en ese tiempo, lo único que había para el traslado de enfermos eran vehículos de tracción a sangre, muy lentos. De manera que los mordidos por serpientes venenosas que necesitaban atención inmediata, se morían en el camino antes de llegar a Villa Ángela. Mis primeros desafíos fueron: un salón de 1º grado de más de 70 chicos, de los cuales solamente 10 podían comunicarse apenas conmigo en español; conseguir con urgencia ampollas antiofídicas y, por último, salir inmune de mis encuentros, que fueron muchos, con víboras cascabel y yarará de la cruz. (Continuará) (*) Docente jubilado.