Tras cada tormenta siempre sale el sol

Más que nunca, este concepto parece resumir lo recientemente acaecido y este nuevo presente. En sólo meses hemos pasado de la angustia del encierro, el miedo, la zozobra, la sombra y la tristeza, a la luz de un tiempo que pareciera diferente. Se han ido las ausencias; han vuelto las "juntadas", el abrazo, el amigo, la mesa compartida, el vino generoso y la musiqueada.
Esa larga nostalgia por lo tanto y tan bueno que nos va por la sangre, los sentimientos, ese fundamento de nuestra identidad, hoy ya son el pasado.
Y, aunque con ciertas reservas y cuidados, regresaron las peñas. Y, cual si fuera poco, como un regalo de la providencia, ya están en marcha sendas organizaciones de la Fiesta Nacional del Chamamé 2021 y el Festival del Auténtico Chamamé Tradicional del querido Mburucuyá. Los eventos más icónicos y representativos del género más hermoso y bello, que nos llena de alegría el corazón, ahora con el título "cuasi nobiliario" de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Es oportuno hablar de la importancia que revisten estos eventos en el contexto cultural de nuestro pueblo, siendo generadores desde la más profunda espiritualidad, del sentido de pertenencia y un amor infinito al terruño de nuestros orígenes. Allí sucede la confluencia de la magia y lo sublime. Después de ello, y por mucho más, ya nadie "quisiera haber nacido en otro lado" porque "no es lo mismo nacer en cualquier parte". El chamamé es un trozo de uno mismo; la imagen fidedigna, la síntesis exacta del hombre y del paisaje. Un pedazo del río majestuoso, un destello fulgurante del inmenso Iberá. Es el mencho del campo, es el baile, es la fe. Es el monte y la lluvia. Es la luz de mi tierra. Es semilla. Es amor.
No es posible conceptuarlo tan sólo en el contexto de la música y de la poesía. De fuelles y acordeones. De guitarras y voces. Ni bien suenan acordes, un cosquilleo nos hormiguea por dentro y se torna emoción, que humedece los ojos. O salta a borbotones en el sapukái sentido y estentóreo, que quiebra el aire y vuela a lontananza.
Es en los festivales donde se solaza y comulga el alma de mi gente con los sentires más puros de su esencia. Lugar de encuentros y reencuentros. Con uno mismo, en el propio sentimiento. Con vecinos. Con parientes y amigos. Con los amados artistas y músicos, estos silenciosos labriegos del alma, que en cada día de su existencia rinden tributo a la música de su corazón, para sostenerla a costa de puro sacrificio en un tiempo en que la transculturación ejerce el peor de los embates, queriendo atomizar la cultura de los pueblos. Esa artera acción de un sistema para nada proclive a nuestra esencia, en su empecinada acción de pretender torcer nuestro destino, deteriorando nuestro modo de ser, en aras de sus bien sabidos propósitos nefastos de lograr sus espurios intereses.
Hay que estar precavidos, con los ojos abiertos. No caer en su juego. Sosteniendo con dignidad y altura, los preceptos básicos de nuestra identidad. Por siempre: ¡viva el chamamé!
(*) Músico - Compositor